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UN DÍA BAJÉ A MI HIJA Y YA NUNCA LA VOLVÍ A CARGAR.

La cargué cuando se había lastimado. La cargué cuando estaba emocionada. La cargué cuando estaba cansada. La cargué cuando aún era demasiado pequeña para ver lo que yo podía ver.
Y de pronto un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día, sin darme cuenta... ella se hizo grande. Demasiado grande para caber en mis brazos. Demasiado grande para descansar en mi.
Un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día, sin darme cuenta ella se hizo fuerte. Lo suficientemente fuerte para seguir adelante aunque estuviera cansada; lo suficientemente fuerte para calmar su propio dolor.
Un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día sin darme cuenta, ella ya podía ver lo que yo podía ver. Ella podía ver por encima de la gente. Ella podía ver sin mi ayuda.
Un día la bajé y ya no la volví a cargar.
El día que la bajé, yo no sabía que sería el último. Había sido una rutina que hicimos miles de veces. Y lo cierto es que ella aún me necesita para guiarla a través de la vida. Ella aún necesita descansar su cabeza en mi hombro. Ella aún me busca cuando se lastima. Ella aún me llama cuando está asustada.
Pero ya nunca descansará en el borde de mi cadera o se quedará dormida con sus pequeñas piernitas colgando de mí. Ya nunca necesitará mi ayuda para ver por encima de la gente. Ya nunca será pequeña para caber entre mis brazos. Ya nunca levantará sus brazos para que yo la cargue.
UN DÍA BAJÉ A MI HIJA Y YA NUNCA LA VOLVÍ A CARGAR.

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